—Había una vez, hace mucho tiempo, un pastor que solamente tenía una oveja —empezó el hombre—. Como sólo tenía una, no necesita- ba contarla: si la veía, es que la oveja estaba allí; si no la veía, es que no estaba, y entonces iba a buscarla... Al cabo de un tiempo, el pastor con- siguió otra oveja. La cosa ya era más complica- da, pues unas veces las veía a ambas, otras veces sólo veía una, y otras ninguna...
—Ya sé cómo sigue la historia —lo inter- rumpió Alicia—. Luego el pastor tuvo tres ove- jas, luego cuatro..., y si seguimos contando más ovejas me quedaré dormida.
—No seas impaciente, que ahora viene lo bueno. Efectivamente, el rebaño del pastor iba creciendo poco a poco, y cada vez le costaba más comprobar, de un solo golpe de vista, si estaban todas las ovejas o faltaba alguna. Pero cuando tuvo diez ovejas hizo un descubrimiento sensacional: si levantaba un dedo por cada oveja

y no faltaba ninguna, tenía que levantar todos los dedos de las dos manos.
—Vaya tontería de descubrimiento —comentó- Alicia.
—A ti te parece una tontería porque te enseñaron a contar de pequeña, pero al pastor nadie le había enseñado. Y no me interrumpas... Mientras el pastor sólo tuvo diez ovejas, todo fue bien; pero pronto consiguió algunas más, y entonces ya no le bastaban los dedos.
—Podía usar los dedos de los pies.
—Si hubiera ido descalzo, tal vez —convi- no él—. De hecho, algunas culturas antiguas los usaban, y por eso contaban de veinte en veinte en vez de hacerlo de diez en diez como nosotros. Pero el pastor llevaba alpargatas, y habría sido muy incómodo tener que descalzarse para con- tar. De modo que se le ocurrió una idea mejor: cuando se le acababan 





los diez dedos, metía una piedrecita en su cuenco de madera, y volvía a empezar a contar con los dedos a partir de uno, pero sabiendo que la piedra del cuenco valía por diez.
—¿Y no era más fácil acordarse de que ya había usado los dedos una vez?
—Como dice el proverbio, sólo los tontos se fían de su memoria. Además, ten en cuenta que nuestro pastor sabía que su rebaño iba a seguir creciendo, por lo que necesitaba un sistema que 

sirviera para contar cualquier cantidad de ovejas. Por otra parte, la idea de las piedras le vino muy bien para descansar las manos, pues en vez de le- vantar los dedos para la primera decena de ove- jas, empezó a usar piedras que metía en otro cuen- co, esta vez de barro.
—¡Qué lío!
—Ningún lío. Es más fácil de hacer que de explicar: al empezar a contar las ovejas, en vez de levantar dedos iba metiendo piedras en el cuenco de barro, y cuando llegaba a diez vaciaba el cuenco y metía una piedra en el cuenco de ma- dera, y luego volvía a llenar el cuenco de barro hasta diez. Si al final tenía, por ejemplo, cuatro piedras en el cuenco de madera y tres en el de barro, sabía que había contado cuatro veces diez ovejas más tres, o sea, cuarenta y tres.
—¿Y cuando llegó a tener diez piedras en el cuenco de madera?
—Buena pregunta. Entonces echó mano de un tercer cuenco, de metal, metió en él una piedra que valía por las diez del cuenco de madera y vació éste. O sea, que la piedra del cuenco de metal valía por diez del cuenco de madera, que a su vez valían cada una por diez piedras del cuenco de barro.
—Lo que quiere decir que la piedra del cuenco de metal representaba cien ovejas.
—Muy bien, veo que has captado la idea. Si al cabo de una jornada de pastoreo, tras meter las

ovejas en el redil y contarlas una a una, el pastor se encontraba, por ejemplo, con esto —dijo el hombre, tomando de nuevo el bolígrafo y dibu-
jando en el cuaderno de Alicia:
—Quiere decir que tenía doscientas catorce ovejas —concluyó ella.
—Exacto, ya que cada piedra del cuenco de metal vale por cien, la del cuenco de madera vale por diez y las del cuenco de barro valen por una.
Pero entonces al pastor le regalaron un bloc y un lápiz...
—No puede ser —protestó Alicia—, el bloc y el lápiz son inventos recientes; los números se tuvieron que inventar mucho antes.
—Esto es un cuento, marisabidilla, y en los cuentos pueden pasar cosas inverosímiles. Si te hubiera dicho que entonces apareció un hada con su varita mágica, no habrías protestado; pero mira cómo te pones por un simple bloc...
—No es lo mismo: en los cuentos pueden aparecer hadas, pero no aviones ni cosas moder- nas.
—Está bien, está bien: si lo prefieres, le re- galaron una tablilla de arcilla y un punzón. Yentonces, en vez de usar cuencos y piedras de verdad, empezó a dibujar en la tablilla unos círculos que representaban los cuencos y a hacer mar- cas en su interior, como acabo de hacer yo en tu cuaderno. Sólo que, en vez de puntos, hacía rayas, para verlas mejor. Por ejemplo,





significaba ciento setenta y tres. Pero pronto se dio cuenta de que las rayas, si las hacía todas verticales, no eran muy cómodas, pues no re- sultaba fácil distinguir, por ejemplo, siete de ocho u ocho de nueve. Entonces empezó a diversificar los números cambiando la disposición de las rayas: 




»A medida que iba familiarizándose con los nuevos números, los escribía cada vez más deprisa, sin levantar el lápiz del papel (perdón, el punzón de la tablilla), y empezaron a salirle así: 



»Poco a poco fue redondeando las siluetas de sus números con trazos cada vez más fluidos, hasta que acabaron teniendo este aspecto:
                                                                 123456789
»Pronto comprendió que no hacía falta poner los círculos que representaban los cuencos, ahora que los números eran compactos y no podían con- fundirse las rayas de uno con las del de al lado. Así que sólo dejó el círculo del cuenco cuando estaba vacío; por ejemplo, si tenía tres centenas, ninguna decena y ocho unidades, escribía:
                                                                   308
—¿Y no es más fácil dejar sencillamente un espacio en blanco? —preguntó Alicia.
—No, porque el espacio en blanco sólo se ve si tiene un número a cada lado. Pero para escribir treinta, por ejemplo, que son tres dece- nas y ninguna unidad, no puedes escribir sólo 3, porque eso es tres. Por tanto, era necesario el círcu- lo vacío. El pastor acabó reduciéndolo para que fuera del mismo tamaño que los demás signos, con lo que el trescientos ocho del ejemplo anterior acabó teniendo este aspecto:
308
»Había inventado el cero, con lo que nuestro maravilloso sistema de numeración estaba com- pleto.»
—No veo por qué es tan maravilloso —replicó Alicia—. A mí me parecen más elegantes los números romanos.
—Tal vez sean elegantes, pero resultan poco prácticos. Intenta multiplicar veintitrés por die- ciséis en números romanos.
—No pienso intentarlo. ¿Te crees que me sé la tabla de multiplicar en latín?
—Pues escribe en números romanos tres mil trescientos treinta y tres.
—Eso sí que sé hacerlo —dijo Alicia, y escribió en su cuaderno:
                                   MMMCCCXXXIII
—Reconocerás que es más cómodo escribir 3.333 en nuestro sistema posicional decimal.
—Sí, lo reconozco —admitió ella a regaña- dientes—. ¿Pero por qué lo llamas sistema posi- cional decimal? —En el sistema romano, todas las M valen lo mismo, y también las demás letras, mientras que en nuestro sistema el valor de cada dígito depende de su posición en el número. Así, en el 3.333, cada 3 tiene un valor distinto: el primero de la derecha representa tres unidades, el segundo  tres decenas, el tercero tres centenas y el cuarto tres millares. Por eso nuestro sistema se llama posicional. Y se llama decimal porque se salta de una posición a la siguiente de diez en diez: diez unidades son una decena, diez decenas una centena, diez centenas un millar...





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